¡Qué gran virtud la paciencia y qué papel tan significativo tiene en la convivencia! Todos la practicamos alguna vez y todos, sin excepción, tenemos a alguien cerca que la ejercita con nosotros porque no somos perfectos. Quien la vive muestra constancia y esperanza. Si nos cansamos, si creemos que es inútil aguardar un cambio en los demás, si lo que se persigue es que sean como nosotros queremos sin tener en cuenta otros importantes parámetros de la conducta, todo está perdido. De hecho, la convivencia es catastrófica cuando falta esta virtud. La paciencia da sus frutos porque está movida por el amor, sin más. Es, como decía san Agustín, “la compañera de la sabiduría”.
Y hay circunstancias concretas en las que esas tonalidades de la paciencia muestran todo su fulgor, como sucede, por ejemplo, cuando por mor de ciertas enfermedades la mente fenece y la mirada recorre rostros y espacios sin reconocerlos. Muertos los recuerdos, sepultadas las vivencias comunes y la historia que vinculó estrechamente a los seres queridos, hechos que únicamente perviven en la frontera que separa al sano del enfermo, la voz prestada por aquel es la única que puede seguir manteniendo viva una comunicación débil y ya parcial. Y eso siempre que el curso y características de la enfermedad lo permitan.
En estos casos paciencia y ternura se dan la mano. Quien ha de responder al enfermo se ha convertido en su alter ego, su bastón, una imprescindible presencia en su vida. Es quien confirma, resuelve las dudas, le tranquiliza… Hay enfermos de Alzheimer que realizan similares preguntas una y otra vez con una suma de interrogantes que merecen las mismas respuestas. Las formulan a lo largo del día y a cualquier hora de manera insistente, si aún reconocen a los que tienen al lado. Pero las cuestiones que plantean son siempre nuevas para ellos. Y teniendo esto presente, porque es fundamental, habrá que satisfacer sus inquietudes cariñosamente, sin que un ápice de turbación asome al rostro del interlocutor. Es como si hubiesen vuelto a la infancia, pero con el peso de una vida detrás y la existencia de una enfermedad que ha ido hurtándoles la consciencia del vínculo existente con las personas que amaron, cercenando su capacidad de comunicarse, además de destruir sus conocimientos y vocabulario. Todos aprendimos preguntando de forma repetida sabiendo intuitivamente que cada respuesta descorría el velo de un mundo nuevo y desconocido, algo que para estos enfermos ha quedado sepultado.
Si la paciencia no prestase su voz a quienes perdieron la memoria, aunque resulte duro decirlo, estaríamos condenándolos a una prematura muerte. “Lo que no se puede evitar hay que llevarlo con paciencia”, decía Horacio.
Isabel Orellana Vilches