Nada más insano y huero que el juicio sobre la conducta ajena. Señalar con el dedo al prójimo es una especie de deporte que se practica sin temor de manera constante, y más aún cuando son públicas las acciones reprobables. Entonces la casi totalidad de quienes estuvieron cerca de la persona a la que se censura comienzan a lanzar sus proyectiles particulares: antes de que ciertos hechos salieran a la luz, ya se percataban de tal o cual defecto, no terminaban de ver clara su conducta, parecía buena gente pero había «cosillas»… Y todo ello son ingredientes que agrandan la fechoría, que convierten al ser caído en un indeseable sujeto, digno de las más altas penas.
Sin ir tan lejos, la comidilla sobre los actos de los demás, sus formas de responder incluso a situaciones cotidianas: la manera de comer, de vestir, de hablar…, todo entra en ese gran circo en el que unos hablan y otros aplauden y viceversa. Mi padre solía decir no sin tristeza que medio mundo habla de la otra mitad.
Una breve pincelada sobre este vicio pone de manifiesto que quien juzga, sin que nadie le haya concedido el derecho de sancionar a sus congéneres, obra pésimamente. Para empezar, se hace daño a sí mismo. El juicio comienza a regurgitarse por dentro como un veneno; se vomita una y otra vez destruyendo toda sombra de piedad, a la par que siembra en los demás similares emociones. Donde únicamente habita la censura destructiva no hay lugar para la oración, para pensar en qué podemos hacer para restaurar el mal infligido, para ayudar a la persona que lo generó.
En segundo lugar, contar a otros las impresiones que nos provoca un tercero no resuelven nada, ya que cada persona en su libertad es la que ha de determinar si se mantiene en sus trece o cambia. Y lo hará si su conciencia está bien formada y tiene unos ideales superiores que introduzcan en su vida los valores esenciales de la convivencia.
Por otro lado, todo ser humano es frágil. Cada uno lo es, al menos, en su propio talón de Aquiles, esto es, en su defecto dominante; ha de hacer los esfuerzos pertinentes para no dejarse arrastrar por sus pasiones. Y puede ser que se hayan dominado durante un tiempo, pero cuando se abandona la lucha, cuando se pierde el norte respecto al camino correcto que un día se emprendió, cuando el compromiso personal no se respeta, cuando uno se subestima a sí mismo creyendo que podrá con todo, cuando es el egoísmo el que predomina y da vía libre a realizar cualquier cosa, evidentemente el sendero hacia la destrucción personal queda abierto. Y esta será más dramática en función de los actos que se realicen. Y es que todo se resume en haber dado la espalda a Dios.
Dicho esto, no hay que olvidar que todos tenemos unos padres biológicos. No cabe culpabilizarlos con carácter general de la conducta denigrante que puedan tener sus hijos. Por encima de ello, somos hijos de nuestro Padre Celestial, que es al único que le cabe el juicio acerca de cada uno, juicio que aborda con infinita misericordia, aunque los crímenes que se hayan cometido causen humanas náuseas y haya de intervenir la legítima justicia en defensa de las víctimas. Así pues, hagamos lo que nos dice el apóstol Santiago: «No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la Ley y juzga a la Ley; y si juzgas a la Ley, ya no eres un cumplidor de la Ley, sino un juez. Uno solo es el legislador y juez, que puede salvar o perder. En cambio, tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo?» (Sant. 4, 11-12). ¿Por qué no pensamos que una gracia nos ha impedido cometer esa clase de acciones que nos estremecen? Podíamos haber estado en el lugar de quienes tanto reprobamos.
Finalmente añadir, que todos, sea lo que fuere lo que hemos hecho o podamos hacer, tenemos derecho a convertirnos de nuestros males. Nadie nos ha dado carta blanca para incriminar, juzgar o para poner baremo a las acciones ajenas. «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?» (Mt 7, 1-5). Está claro: el juicio es reprobado por Cristo, con lo cual no hay más que decir.
Isabel Orellana Vilches