La alegría, el sentido del humor, el brillo que se refleja en la mirada de quien amando comprende las flaquezas del prójimo son rasgos presentes, perfectamente reconocibles, en la vida santa. El gesto adusto, seco, la palabra cortante, la impaciencia y la censura, como otras actitudes similares, borran del rostro la sonrisa, que es una de las cualidades que posee el apóstol. Porque la sonrisa no es simplemente una expresión forzada para capturar una instantánea, ni tampoco se puede confundir con la alegría bulliciosa, estentórea, que se vincula a un momento puntual en la vida, tantas veces ligada a la diversión, y que como mucho se convierte en un agradable recuerdo. La sonrisa a la que aludo anima, acompaña, insufla esperanza, muestra la belleza de la caridad, hace visible el amor de Dios. Santos y pontífices la encarnaron y la ensalzaron. Es absolutamente imprescindible para conquistar la unión con la Santísima Trinidad; en ella se encierran multitud de virtudes.
No es fácil someter el defecto dominante. Sin la gracia divina es imposible. De hecho, en esa lucha cotidiana, al abrigo de la oración, los seguidores de Cristo tuvieron que hacer ímprobos esfuerzos cuajados de renuncias, siendo fieles en lo poco, perseverantes en su día a día para superar sus tendencias como la ira, el mal genio, la severidad y rudeza. Lucharon con todas sus fuerzas para no caer en las redes del maligno. Se forjaron a fuego. En algunos casos la conquista de la dulzura, de la alegría, de la serenidad, fueron virtudes que les encumbraron a los altares. Pasaron a la historia como doctores de ellas. Habían dejado por el camino criterios, afanes personales, apego a sus juicios, vanidades, quejas, críticas, autojustificaciones, etc., y así libres de sí mismos pudieron sonreír aún en medio de sus muchas calamidades. Porque la sonrisa acompaña a la conversión personal y propicia la de los demás. Fue la experiencia de Francisco de Sales, Teresa de Lisieux, Tomás Moro, Juan XXXIII, Juan Bosco, Domingo Savio, Felipe Neri, Teresa de Calcuta, Josemaría Escrivá, Juan Pablo II, Alberto Hurtado, Teresa de Ávila, Pier Giorgio Frassati, y un interminable elenco entre los que se halla el pontífice recientemente beatificado: Juan Pablo I. Un santo triste, como tantas veces se recuerda, es un triste santo, o mejor dicho: quien pretenda seguir a Cristo con este parámetro es que no se está empleando a fondo para alcanzar la santidad.
El papa Francisco ha dicho reiteradamente que el cristiano “es un hombre o mujer alegre”, traduciendo con una imagen plástica, y su pedagogía acostumbrada, el gesto de quien no lo es: “una cara de pepinillos en vinagre”. Ha enseñado que la sonrisa es un don de Dios. La alegría, decía el Pontífice, es “peregrina”; no es para quedársela dentro. Y es que la alegría es esa serenidad de ánimo que las personas nobles, generosas y humildes no pierden ni siquiera en la adversidad. Se manifiesta justamente en los momentos difíciles, cuando llega el sufrimiento, o hay motivos para la preocupación; sea que haya de por medio una ofensa, o que se deba corregir algún despropósito ajeno. La caridad no ha de perderse en ningún instante y la sonrisa pervive dentro de ella.
El padre Raniero Cantalamessa hace unos años decía que la conversión es la sonrisa del pecador y… de Dios. Cuando la sonrisa se asienta interiormente, muestra la vivencia de la paz. Una incomparable alegría es experimentar la filiación divina, saberse hijo de un Padre que nos ama con pasión, y poder compartir nuestra fe.
En tiempos convulsos como los nuestros es más necesario que nunca, si así puede decirse, conservar la calma, mirar al horizonte con esa sonrisa que aplaca la ira, que rehúye la violencia, que perdona, que mira al prójimo de forma misericordiosa. Fernando Rielo, fundador de los misioneros identes, decía a sus hijos espirituales: “Yo pido a Dios que los miembros de la Institución se caractericen por la alegría, una alegría en todas las cosas que no sea como las fugaces alegrías de este mundo. Quiero que crezcan con esa mística alegría en tal grado que vean la tierra desde el cielo y no el cielo desde la tierra”.
Isabel Orellana Vilches