¿Cura yo? ¡Ja, sí, hombre!

Cada cura tiene una historia detrás. Normalmente sabemos de ellos el currículum o múltiples actividades que llevan para adelante, cómo se multiplican.  Pero ¿a quién le interesa eso? Lo que de verdad queremos saber, aunque nos da no sé qué preguntárselo, es la historia personal, cómo han llegado hasta aquí. Así que se lo hemos preguntado a  Juan Luis García, presbítero, párroco de San Joaquín: ¿Cómo es que se hizo cura?

Esta es su historia. Juan Luis es el menor de tres hermanos, hijo de una familia cristiana y fue educado en los maristas. Al contrario de lo que pudiera esperarse, no era el típico niño (o muchacho) bueno, estudioso y formal que se supone que son los curas de pequeños. Era poco estudioso y despreocupado.

Siendo él un muchacho, su padre murió repentinamente de una enfermedad contraída por una aguja mal desinfectada cuando se hacía un análisis. Aquello dejó a la familia en una situación muy delicada ya que la pensión de viudedad no era gran cosa.

Juan Luis, al contrario que sus hermanos (brillantes estudiantes y responsables), estudiaba poco, suspendía o aprobaba raspado. Aquello que le decía su madre de «¡mira a tus hermanos!» para que tomara ejemplo, no funcionaba con él pese a que sabía de los esfuerzos de su madre para sacarlos adelante.

Para lo que siempre estaba disponible  Juan Luis era para irse de fiesta. Se conocía todas las discotecas de moda y aunque en su casa le escondían los zapatos para que no saliera tanto, ni por esas. Aun así, acabó su carrera (Ingeniería Técnica Agrícola) y empezó a trabajar. Cuando acababa los viernes, cogía su moto y se iba a donde fuera de marcha, hasta el día siguiente. Tuvo tres novias formales y algunas más de las «no formales»…

Tenía todo lo que un joven podía desear, estudios, trabajo, novia o ligues y fiestas. Llevaba una vida despreocupada y licenciosa. Vivía alegremente y no necesitaba a Dios para nada. De hecho, “pasaba de Él” y pensaba con disgusto que “con todos los cafres que había por ahí, va y se llevó a su padre ¡como si no hubiera habido nadie mejor!”.

Sin embargo algo no terminaba de encajar, estaba incómodo. Una idea le rondaba la cabeza. Todo aquello estaba bien, no obstante, «bueno… ¿pero y qué?». Y esa idea le molestaba. Un día se acercó a la parroquia de su barrio (que no pisaba desde hacía mucho) y se sentó en la iglesia. No era para rezar sino, simplemente, para estar: y sintió paz.

Empezó a volver más por allí. El párroco le decía en broma: «¡Te podías hacer cura!». Y él respondía con desparpajo: «¡Sí, hombre! ¡Con lo que me gustan las mujeres!». Pero pasó el tiempo y Dios tenía sus propios planes. El comentario fue calando. Un día se lo planteó y descubrió su vocación. Contra todo pronóstico y aunque en su casa no cayó nada bien la noticia, ingresó en el Seminario y años después se ordenó sacerdote. Comenta con humor que en ese tiempo su madre espantaba a las ex-novias y amigas. ¡Por si acaso! De esto hace ya cerca de 30 años. Ahora, está feliz de ser sacerdote «para lo  que Dios quiera».

Testimonio recogido por Irene Mª Soto

 

 

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