José Diego Román Fernández, presbítero, es sacerdote diocesano y actualmente párroco de Nuestra Señora de la Oliva y de San José, ambas en Dos Hermanas, con una feligresía conjunta que ronda las 40.000 almas, una de las más numerosas de la Archidiócesis de Sevilla. Sin embargo, su vida está marcada por los seis años que pasó como misionero en Perú. Por eso, prefiere que le llamen “Padrecito Diego” como era conocido allí.
Según nos cuenta, José Diego de pequeño, antes de hacer la comunión, ya era monaguillo en su parroquia de la localidad sevillana de las Cabezas de San Juan y recuerda con ternura al párroco de entonces, D. Isidoro. Dice que ya el Señor le tocó entonces, pero que él no quiso echarle cuenta. Estudió Administración e iba encaminado a trabajar en el negocio familiar. Quería “vivir su vida”, incluso tuvo su novia, aunque se daba cuenta que “había algo” en su interior.
Reconoce que un día tuvo la suerte de poder replantearse las cosas y preguntarse si verdaderamente eso era lo que el Señor quería para él o si lo que quería era que fuera feliz en otro estado de vida. Participa en movimientos cristianos como las hermandades de su pueblo y La Obra de Jesús, en la que hace diferentes Ejercicios Espirituales que le van abriendo el camino y, a través de ella, se va dos años a Burgos a estudiar Teología.
Dejar la vida en manos del Espíritu Santo
Al volver a su ciudad, decide entrar en el Seminario de Sevilla un año como externo, para probarse… y sale siendo cura. Los compañeros, los profesores, especialmente los dos rectores con los que coincidió, D. Francisco Ortiz y D. Eugenio Hernández, recientemente fallecido y, sobre todo, el ambiente de humanidad y cercanía que se respiraba entre sus paredes y que Diego atribuye en gran medida al entonces Arzobispo, Fray Carlos Amigo, provocan que le dé el sí definitivo al Señor. El 14 de septiembre de 2003, el propio Fray Carlos le ordena junto a trece compañeros más.
Se da la circunstancia que dos meses antes había fallecido su padre y que su primera Misa la celebra en su memoria, después de un verano muy duro. Esto, confiesa, le da una madurez que “le hace atreverse con todo”, fruto del convencimiento total de que se debe dejar la vida en manos del Espíritu Santo. Su primer encargo pastoral lo forman dos parroquias, como ahora, la de Burguillos y la de san Ignacio del Viar. Sólo a dos de los que se ordenaron ese año les dan una parroquia como primer destino y guarda recuerdos muy bellos de aquella época que él califica como de aprendizaje. También se ofrece a dar clases en el Instituto de Burguillos.
Misionero en Moyobamba
Pero en su interior lleva encendida desde siempre la luz de ser misionero, incluso antes que la de ser sacerdote y entiende las tareas de párroco y profesor como la misión de llevar la Palabra y la Fe a sus feligreses y alumnos. A los siete años sabe que le va a tocar cambiar y lleva a la oración, como siempre, su vida. Le escribe a D. Juan José Asenjo, que ya es Arzobispo de Sevilla, planteándole diferentes posibilidades, incluso la de estudiar en Roma y, en último lugar, las misiones.
En junio de 2010, D. Juan José le llama y le pregunta si quiere irse a las misiones en septiembre. Diego no lo duda. Es el momento adecuado y se va de misionero. Lo destinan en la Prelatura de Moyobamba, la llamada Ciudad de las Orquídeas, al noroeste del Perú, en la puerta del Amazonas (de hecho, la ciudad debe su nombre al río Moyo, afluentes del Amazonas y que nuestro sacerdote describe como cinco veces mayor que el Guadalquivir). Esta prelatura depende de la Diócesis de Toledo, de la que D. Juan José fue Obispo Auxiliar y a la que, por tanto, conoce, ya que el Arzobispo quiere que sus misioneros estén cuidados y no vayan a sitios desconocidos.
Viajando a lomos del burro «Toyota»
Sin ninguna experiencia previa en misiones, le asignan una parroquia con 57 comunidades, de extensión mayor que Andalucía. De esas comunidades, sólo a 10 puede llegarse en coche, un Toyota de la prelatura, por carreteras de tierra y piedra. A las demás accede caminando varias horas o a lomos de un burro que le prestan y al que llama Toyota. Así, “siempre viajo en un Toyota”, dice. Eso, por supuesto, cuando puede porque las lluvias no se lo impiden. A veces debe atravesar ríos con agua que le llega al pecho. Jocosamente comenta que siempre había pensado que la película «La Misión» era exagerada, pero ahora afirma que se queda corta.
Rápidamente se da cuenta que el misionero no puede sentirse superior, si lo que verdaderamente busca es el auténtico encuentro con las personas. Su objetivo tiene que ser servir a todos y ganar, como dice San Pablo, a algunos. Debe saber adaptarse a las nuevas circunstancias, pues en esas tierras los tiempos y las formas, incluso el lenguaje, son diferentes.
Para hacerles llegar la Palabra, para llegar a ellos, debe cambiar su forma de predicar y su forma de expresarse. Para él mismo cambia la percepción de lo que es importante y de lo que no lo es. Cree que llegan a apreciarlo pues, dice, son pobres, pero no tontos y saben valorar lo que significa que un europeo deje sus comodidades y se avenga a vivir como ellos.
Mantener y recuperar la dignidad
Así, se embarca en varios proyectos para ayudarles a mantener (en algunos casos, recuperar) su dignidad. Organiza cursos de urbanidad, en los que enseña hasta a usar cepillos de dientes (que va consiguiendo como puede). Crea una pisci-granja, con la que aún hoy en día sigue colaborando desde Sevilla. Habla con los albañiles que trabajan para la prelatura para convencerlos que adecenten sus propias chozas. Y uno con jóvenes, que le provoca especial ilusión, para que vayan a la Universidad, ya que allí los padres no prestan atención a los estudios y que hace poco tiempo ha dado sus primeros frutos, entre ellos una chica que se ha graduado como enfermera y que ha vuelto a su comunidad para ejercer y ayudar.
Y a los seis años, D. Juan José le pide que vuelva a Sevilla, encomendándole dos parroquias, una de ellas prácticamente por hacer, con una feligresía enorme. Otra vez tiene que volver a adaptarse. Pero reconoce que el Señor nunca le ha abandonado y que siempre le está regalando. Así, se encuentra con el padre José Luis, sacerdote jubilado, que nunca dice que no a nada y al que convierte en su padre y confesor. Además, es un nuevo Diego, que ve las cosas de forma diferente. Ahora entiende que necesitados de la Palabra y el encuentro con Cristo lo hay en todos sitios y aplica todo lo que ha aprendido.
«Padrecito Diego»
Anda siempre organizando retiros en sus parroquias, atendiendo a todo lo que se le solicita desde las comunidades de religiosos y religiosas y los hogares de ancianos y niños con dificultades. Cualquier feligrés con problemas puede acudir a él y se ha apuntado como voluntario a la pastoral penitenciaria. Incluso y aunque dice que no volvería a la educación, está dispuesto siempre a acudir a centros educativos que se lo pidan para dar este testimonio.
Este es José Diego Román, “Padrecito Diego”, misionero. Pero quiere terminar esta intensa charla que hemos tenido con un par de reflexiones y una conclusión. Por una parte, considera fundamental el Proyecto de la Nueva Evangelización, «tenemos que redescubrir el Evangelio», dice. Por la otra, cree que el futuro pasa por la formación de los laicos, que deben de sacrificarse en su entrega a la Iglesia. En resumen, que hay que creer en el Espíritu Santo y confiarse a sus manos, sin mirar las consecuencias.