Inma, Manolo y sus 7 hijos son los protagonistas de una historia de amor y superación. Sin duda, la Familia Marín Gayte vive en clave de Dios y desde esa clave comparten con nosotros las respuestas a algunas preguntas: ¿Quiénes?; ¿Qué?; ¿Por qué? ; ¿Cómo, dónde, cuándo? Éste es su testimonio.
¿Quiénes?
Somos Inma y Manolo, matrimonio. Hemos tenido ocho hijos, desde hace nueve años tenemos siete. Llevamos veintisiete años casados. Nos casamos con veintitrés y veintiocho años, respectivamente, así que ¡podéis echar la cuenta de la edad que ya tenemos!
Yo, Inma, soy hija única, nací en Sevilla y estudié Matemáticas. No cabe duda de que el ser hija única me marcó y desde muy pequeña sentía en mi interior un deseo muy fuerte de tener un día una familia grande. Manolo, también nació en Sevilla, en el barrio de Los Pajaritos. Se crió en una familia humilde, mi suegro era fontanero en los astilleros, camarero y lo que se terciara para sacar adelante a sus seis hijos. El trabajo tenía mucho valor para él en contraposición a los estudios. Así que Manolo trabajaba y estudiaba a la vez, con discreción y mucha fuerza de voluntad. Consiguió acabar Arquitectura Técnica cuando nació nuestra tercera hija. Yo venía de una vida muy diferente, protegida, sin faltarme casi de nada y digo casi porque siempre eché de menos tener hermanos.
Comenzamos a salir una Feria de Abril. Manolo trabajaba en la caseta de mi primo y me invitó a ver los fuegos artificiales. Así empezó nuestra relación. A decir verdad, nos habíamos conocido unos años atrás, en Burgos, pero no podíamos ni imaginar por aquel entonces lo decisivo que iba a ser aquel encuentro.
En la vida, las cosas que merecen la pena son las que se hacen por amor y el matrimonio es para querernos ya en plenitud. Esa fue la idea, unir nuestras vidas para querernos. Pero esto es un salto al vacío, no conoces el futuro, empiezas una nueva vida. Tomamos entonces la decisión de casarnos pronto porque nos queríamos, no había más pensamiento que ese. Ahora nuestro amor ha madurado.
Hemos vivido muchas cosas, pero, sobre todo, destaco el perdón. Escuché una vez que en el matrimonio hay un momento que es o perdón o divorcio y ahí empieza de verdad el matrimonio. Y creo que sí, que llegar a ser una sola carne, marido y mujer, en Cristo, supone que desde nuestras debilidades y desde nuestro pecado, el amor obre en nuestras vidas y nos vaya transformando para unirnos. Los hijos han sido lo mejor para nuestro matrimonio.
La primera “prueba” en nuestra vida de casados vino a los nueve meses. Nació la primera hija, Inma, con una parálisis cerebral del 95%. Aquí se notó una diferencia entre nosotros. Manolo venía de una vida más difícil que la mía, estaba más preparado para aceptar un hijo con discapacidad o se había entrenado en afrontar los problemas y buscar caminos para seguir adelante. Yo tenía una idea de lo que era la felicidad bastante equivocada, mis planes de éxito se vinieron abajo. Fue, como San Pablo, mi primera “caída del caballo”.
Inma fue maestra en la casa y en mí especialmente. Nos enseñó, a Manolo y a mí y a sus hermanos, el valor de toda vida humana, el valor de lo débil, de lo pequeño, de la solidaridad, de lo que a los ojos de este mundo no sirve, y me apartó de un estilo de vida muy dañino, al que mi condición vanidosa me hubiese llevado irremediablemente. De esto nos hemos ido dando cuenta cuando han ido pasado los años.
Vivía la maternidad como un deseo muy fuerte, que no podía eludir, pienso que es una vocación. Manolo no lo sentía así pero le encantan los niños. De modo que al año y medio de nacer Inma vino Manuel Jesús, después Irene, Isabel, Elena, un embarazo que no culminó, Elvira, Miguel, otro embarazo que también se perdió y, por último, Daniel, que no conoció ya a su hermana mayor porque ella falleció unos meses antes de que él naciera.
Me alegro de que mis planes de felicidad antes de tener a Inma no se hayan cumplido. Posiblemente, no hubiésemos tenido los hijos que hemos tenido ni tampoco podría asegurar que siguiéramos juntos. Me dijo un amigo que el sufrimiento es como una llave, que abre una puerta en el alma que de otra manera no se abriría. Sí, el Señor saca bien del mal.
En estos veintisiete años hemos vivido tiempos maravillosos, tiempos de dolor, tiempos de traición, tiempos de pecado, pero todo son oportunidades para aprender a amar, amar más y mejor. Al final del camino de la vida, a la tarde, nos examinarán del amor, como nos dice San Juan de la Cruz.
¿Qué?
Recuerdo que, estando embarazada de Miguel, el séptimo, me sentía como avergonzada de decir que otra vez esperaba un hijo, Manolo en cambio decía: “Dios, Tú sabrás lo que haces porque creo que no puedo, pero confío en Ti”. ¡Y yo que os comentaba que vivía la maternidad como vocación! Me afectaba no tener la aprobación de los demás. Como podéis ver, no nos libramos de nuestras mezquindades tan fácilmente. Por suerte, Dios no nos elige por nuestra talla moral o nuestros méritos, nos capacita para cumplir su plan. La conversación que tuve con un buen amigo sobre mi nuevo embarazo produjo en mí un cambio muy grande, que siempre le agradeceré. Por una parte, salí orgullosa, contenta de llevar en mi vientre otra vida, única, singular, insustituible. La segunda cosa fue que me di cuenta de que me decía cristiana, seguidora de Cristo, pero realmente era una ignorante, conocía muy poco en quién creía y en qué creía. Segunda caída del caballo.
Manolo y yo comenzamos a formarnos, empezando por leer la Palabra de Dios. Por ese tiempo conocimos el Movimiento Cultural Cristiano. Esto nos puso en relación con otras familias, una familia de familias en el seno de la Iglesia, que vivía su fe públicamente, difundiendo cultura solidaria, denunciando las causas del hambre, del paro, de la esclavitud infantil, del aborto. La dimensión institucional de ser cristiano, la caridad política, las ediciones Voz de los Sin Voz, los cursos sociopolíticos y de espiritualidad, la Campaña por la Justicia en las Relaciones Norte-Sur, la revista Autogestión, todo fue un descubrimiento para nosotros, que vivíamos una fe muy poco comprometida.
Nuestra Parroquia del Espíritu Santo, sus sacerdotes, la comunidad, las monjas del convento de la Purísima Concepción, forman parte también de nuestra familia. La Iglesia es madre y, como madre, nos pone una comunidad, una casa, de modo que un cristiano nunca puede decir que está solo. En la Iglesia uno puede llorar como Pedro y sabe que va a ser escuchado. Porque pensamos que lo más difícil de nuestro matrimonio fue tener una hija con discapacidad y no es así, la vida te pone otras pruebas. Ahora tenemos que ayudar a salir adelante a un hijo adolescente, con problemas de aprendizaje, con inmadurez y, muy probablemente, no va a ser lo más duro ni lo más difícil que nos quede por vivir.
Cada acontecimiento, cada día, es una oportunidad nueva, una hoja en blanco que está por estrenar. No olvidemos las palabras de nuestro Señor: “Yo hago nuevas todas las cosas” y “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Y si creíamos que ya lo sabíamos todo sobre los hijos, sobre el matrimonio, sobre ser cristiano, nos equivocamos. Estamos acudiendo a cursos del COF (Centro de Orientación Familiar). Nos está ayudando con nuestro hijo y a nosotros como matrimonio, nuestro amigo Antonio, psiquiatra, con todo lo que él nos dice, los libros de Elizabeth Lukas sobre logoterapia que nos recomienda, los vídeos de Tomás Melendo. Nosotros, a su vez, participamos en la Pastoral Familiar de nuestra Parroquia, y continuamos en el Movimiento Cultural Cristiano.
Como decía con mucha sabiduría un gitano, un versículo que se le debió de escapar a Mateo (Mt 25, 1bis) “como ninguno somos maestros, nos podemos ayudar”. Pues eso, desde nuestra debilidad podemos ayudarnos, no desde un taburete para estar más alto que los demás.
¿Por qué?
De lo que más hemos aprendido ha sido de las humillaciones, de la cruz. Tener una hija discapacitada, tener ocho hijos, un hijo con dificultades, guiarlos para que descubran el sentido de sus vidas, que nuestro matrimonio camine hacia ese ser una sola carne, es una lucha, un combate continuo, pero apasionante.
¿Cómo, dónde, cuándo?
Nos queda mucho que hacer, mucho por lo que luchar, mucho por lo que amar y esto da alegría. La Parroquia, el Movimiento, Antonio, los amigos, el trabajo, compañeros, alumnos …
Nuestros hijos, unos viven con más madurez su fe, otros la están descubriendo. Como padres a menudo somos obstáculo, porque no escuchamos, no siempre somos coherentes. No pasa nada, en ese pequeño resquicio no predeterminado que toda persona tiene actúa la gracia. Contamos con un arma poderosa, la oración. Además, la Iglesia como madre nos ayuda. La Parroquia hace una gran labor, especialmente tengo en mi cabeza a nuestros dos hijos menores, el SARUS y la Pastoral Juvenil son un sitio de encuentro y de amistad de jóvenes que llega a nuestras hijas, donde nosotros no llegamos. Con nuestro hijo mayor, con nuestra hija adolescente, con más carácter tal vez, o más rebeldes, con un temperamento fuerte como tenía San Agustín, son necesarios otras personas, amigos del Movimiento, que se han ganado su confianza. ¡Qué importante que contemos los unos con los otros! ¡La riqueza con la que nos encontramos cuando abrimos nuestras familias!