Después del silencio…La Luz

Hemos vivido una Semana Santa silenciosa. Mucho menos atronadora y populosa que de costumbre.

Únicamente las largas colas en los templos y las convivencias de familias y amigos poblando veladores y terrazas recuperaban unos retazos de la algarabía generalizada propia de la Ciudad; huérfana, eso sí, de procesiones, tambores y bandas, salidas y entradas de pasos y de la imprescindible, a fuer de la lluvia, Estación de Penitencia a la Santa Iglesia Catedral.

Una Semana Santa diferente


Aún participando en los desfiles procesionales, como integrantes o como espectadores fieles de los mismos, esa presencia es, por así decir, pasiva:  se nos da. Hemos aceptado ese papel, bien como acompañantes del Cristo doliente y doloroso de contemplar, bien como asistentes a la Desolación de la calle de la Amargura o de la cima yerma del Calvario.

Ha sido una Semana Santa diferente. Pues, a pesar de este silencio ayuno de muchedumbres y estridencias, la Luz cegadora de la Resurrección del Señor ha vuelto a rodar la piedra y se hace presente, -como todos los años, como todos los días-, para vulnerar los cerrojos de esa tristeza y ensimismamiento fatalista en que la pandemia nos ha dejado inmersos.

“¡Cómo mostrarte mis manos vacías / si las tuyas están llenas, llenas de heridas!”, escribía Gabriela Mistral.

Ignorantes aún de como entró en nuestra casa esta calamidad, y aún desconociendo el tiempo aproximado por el que continuará quebrando las antiguas costumbres y rutinas, el Cristo Resucitado se alza para sacarnos de ese estado de abandono y pesimismo: todo lo importante que acontece en la vida tiene un sentido.

Como discípulos de Jesús, hemos de transformar esas situaciones en fuente de gracia.  E incluso descubrir en los detalles aparentemente fútiles el susurro escondido de Dios.

Resurrección de Cristo

A pesar del descolocamiento de nuestros esquemas y más allá del naufragio patente de nuestra autocomplacencia en el aparente estado del bienestar, hemos de dejarnos sacudir por la irrupción y la presencia, siempre imperiosa y no por menos esperada, de la Resurrección de Cristo.

Si la pandemia ha traído el sufrimiento, la soledad y hasta la muerte, Cristo nos llama a sobrellevar esta enorme Cruz compartiendo su peso entre todos los hombres y mujeres.

Para hacer que ruede la piedra del sepulcro del dolor y la angustia hemos de quebrar las reticencias y las vergüenzas y acercarnos a compartir el sufrimiento con los hermanos: los ancianos, los enfermos, lo que lo han perdido todo o casi todo.

Hay que empujar a una y participar física y activamente, en la medida de nuestras posibilidades, en acciones sociales de caridad y de compartición de los bienes para ayudar a quien ni siquiera sabe qué podrá ofrecer en el almuerzo o la cena familiares.

Hay que consolar y comprometerse en recuperar los corazones rotos y las heridas del alma que deja la pandemia.  El dolor por el dolor carece de sentido aún para nosotros, pero el sufrido con amor y por amor, el tormento de la dolencia padecido junto a la Cruz, esa angustia que casi no nos permite respirar por aquellos a quienes conocemos o por nosotros mismos cuando la pandemia nos ha golpeado, al presentarlos ante las manos traspasadas del Señor cambian de registro y de sentido.

Frente a los golpes recibidos y, a pesar de todo el daño y las punzadas y aflicciones de cada mañana, hemos de sobreponernos y disponer un añadido de amor y un incremento, si cabe, de bondad y consuelo desde lo más profundo del corazón. Y aplicarlo en casa, en el trabajo, en la vida social y, por supuesto, en la comunidad cristiana.

La tumba está abierta y Cristo Vive

Aún en lo más negro de la noche, rodeada de guardias y soldados, la Tumba está abierta y Cristo Vive:  a la sombra de la Cruz, aún en el Calvario, la Esperanza se abre paso en el mundo para siempre.

¡Cuánto menos no haremos nosotros, abriendo las cancelas de nuestro propio miedo e inacción y desenterrando el amor y la alegría, y a Dios mismo, de los corazones de las personas!

Es cierto que, como escribió Etty Hillesum, “tenemos derecho a sufrir, pero no a sucumbir al sufrimiento”.

Sobreviviremos a esta pandemia, a su devastación y a su injusto encono en los más vulnerables. Incluso a la imprevisión y laxitud de los gobernantes.

Con la oración, imprescindible en sus múltiples formas, pero siempre efectiva si es honesta y sincera. Y con la acción -la caridad bien aplicada, el trabajo firme y cabal-, sacaremos a Jesús de la gruta y proclamaremos Su Resurrección: El Reino de Dios está aquí, el Espíritu está entre y con nosotros.

El inicio de la alegría es comenzar a pensar en los demás, haciendo uso de todo lo bueno y positivo que atesoramos, regalando nuestros dones y capacidades con amor y con humor, con compromiso y con espíritu de reconciliación.

Porque, como reflexiona el Papa Francisco, “no se puede ser felices solos” y “si logro ayudar a una persona a vivir mejor, esto ya es suficiente para justificar el don de mi vida”.

Porque “Dios ama al dador alegre” (2Cor 9,7), rodemos la lápida que nos mantiene en el temor y el estatismo, dejando que el Espíritu abra nuestro corazón y lo llene de felicidad, estando con el Señor y viviendo por Amor.

Manuel María Ventura, seglar. Viernes Santo de 2021.

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