Son multitud los hombres y mujeres que generan el bien. No son parte de la Historia únicamente, sino que la hicieron y siguen haciéndola con sus vidas. La mayoría son anónimos. Otros, no. Tienen una característica común: realizan su misión particular fielmente. Les importa los que tienen cerca y su sentido de justicia revestida por la misericordia no les permite pasar de largo ante las necesidades que ven a su alrededor. Esta pléyade mantiene viva la fe en los demás congéneres. Da relieve a la grandeza con la que hemos sido creados. Construyen y restauran a quienes la vida hirió de múltiples formas. Buscan ante todo la unidad, la concordia, fomentan la amistad; son amables, sensibles, no se quejan y acogen lo que se les solicita con servicialidad. Actúan en silencio, sin aspavientos, sin buscar la gloria en ningún escenario concreto. Al valorar el tiempo, dan el suyo a los otros porque como alguien afirmó: Solo hay dos cosas que podemos perder: el tiempo y la vida. La segunda es inevitable, la primera imperdonable y ellos responden con abnegación y generosidad a toda circunstancia que se les presenta.
Podemos pensar en cualquier actividad profesional que nos venga a la mente. En todas hay personas con la característica de convertir lo pequeño en algo inmenso e inolvidable. Son esas que cuando se las conoce apreciamos que irradian una luz particular. Porque la bondad, la abnegación, la paz que nos dan fluye por su rostro, se refleja en la mirada, en sus palabras, en sus actos… No buscan recompensa por lo que hacen. Contagian y edifican al mismo tiempo. Consideran un don esa vida que les dieron, vida que a su vez dejan fluir entre sus manos para que otros crezcan. Son guardianes del respeto, de la prudencia, de la fidelidad.
Si todos estos valores humanos se revisten de la fe, lo que puede decirse de estas personas es grandioso, como vemos en la biografía de los santos que cambiaron el rumbo de la sociedad de la época que les tocó vivir. Algunos realizaron tales gestas incluso en situaciones humanas plagadas de sufrimiento que dejan boquiabiertos a quienes las conocen. Es imposible no conmoverse ante ellas. Poseen una especie de imán que nos atrae para seguir en pos de Cristo renunciando de antemano a la satisfacción personal o alguna clase de recompensación o fama; muchos de ellos pasaron por este mundo sin haber hecho ningún ruido. Maltratados o amados su respuesta fue invariable: cumplir ante todo la voluntad divina. Eran poseedores de una sabiduría que supera el ser docto porque conocían y dialogaban con Cristo. Hasta en el plano humano se cumple el aserto de Lao-Tsé: El sabio es notado sin que se exhiba. Renuncia a sí mismo y jamás será olvidado.
Para entender este concepto tan simple de pasar por el mundo dando vida, y ya se habrán percatado que no me refiero a la biológica, veamos el antagónico en esa estampa que refleja la ruindad, la baja moral, envuelta en la aspereza de la violencia donde a menos que la persona se restaure es imposible que deje fluir el inmenso potencial que tiene dentro por el mero hecho de haber sido creada por Dios. El bien y el mal caminan parejos. Hay quienes hacen uso de las redes sociales para organizar peleas en un punto del país, para causar un daño irreparable a la infancia, herir con la mordacidad de su lengua, y generar guerras, por mencionar simplemente varios ejemplos, y ojo: Quien cava un agujero para su prójimo puede caer en él (Proverbio ruso). Mientras tanto hay quienes a la chita callando, y muy cerca de nosotros, no se cansan de dar lo mejor de sí. Son, ya se ha dicho, dadores de vida. Enseñan, ayudan, proporcionan alegría y esperanza. Y es que tal como decía Einstein: Vivimos en el mundo cuando amamos. Sólo una vida vivida para los demás merece la pena ser vivida.
Isabel Orellana Vilches