Ante esta hermosa imagen de la Virgen de la Victoria, oramos:
Santa María, Madre de la Victoria, un día la Trinidad te coronó como Reina y Señora del Universo; hoy nosotros, tus hijos de tu Hermandad y toda la Iglesia diocesana de Sevilla, queremos coronarte como Reina y Señora de nuestras vidas, de nuestras familias y de nuestro mundo.
Santa María, Madre de la Victoria, Tú que llevas en tu nombre toda la alegría de los pobres, los sencillos y los que no cuentan, que ven en Ti su única posibilidad de victoria en este mundo lleno de indiferencia, frialdad y olvido, danos la Victoria de las Bienaventuranzas de tu Hijo para que podamos transformar nuestro mundo a la luz del Evangelio.
Santa María, Madre de la Victoria, Tú que llevas en tu nombre toda la esperanza de los que lloran, sufren y se desesperan, que ven en Ti su única posibilidad de victoria en este mundo lleno de oscuridad, tristeza y violencia, danos la Victoria de la Pascua de tu Hijo, que Resucitado nos ha liberado para siempre del pecado y de la muerte.
Santa María, Madre de la Victoria, Tú que llevas en tu nombre toda la victoria de nosotros, tus hijos, que al verte coronada podemos recordar que también nosotros estamos llamados como Tú a vivir en nuestra vida cotidiana el Evangelio de la alegría y el amor, con confianza y fe; danos la gracia de vivir desde el servicio y la caridad, como Tú, que te hiciste la esclava del Señor y la servidora de los hermanos, y has sido coronada en los cielos, porque en la tierra fuiste la mujer pobre que a todos amaba.
Que tu coronación, segura victoria de la Virgen de la Victoria, nos impulse a trabajar por un mundo mejor para todos y nos acerque a tu Hijo. Amén.
Contigo María, rezamos el Magníficat, en el que Tú reconoces que si el Poderoso ha hecho obras grandes por Ti es porque se ha fijado en tu humildad.
Luego, la victoria de María es la victoria de la humildad y de la sencillez.
En el Magníficat alabas a Dios porque dispersa a los soberbios y enaltece a los humildes, porque Dios se vuelca en los pobres y hambrientos, y a los ricos, a los que se creen autosuficientes y nada necesitan de Dios, los despide vacíos.
Por ello, el Magníficat, es el canto de la Victoria de María, que es también nuestra victoria si vivimos como Ella, en Dios y para Dios, si somos humildes.
Aquí en el Magníficat, vemos que María no es la Virgen que vence, que tiene o consigue la victoria, sino que es propiamente, la Virgen de la Victoria, la Virgen de la Victoria de los que nunca consiguen la victoria en este mundo, de los últimos, de los que no cuentan.
Sólo así entendemos correctamente que la Virgen se llame de la Victoria.
En el Diccionario de la RAE encontramos el significado de la palabra Victoria: “superioridad o ventaja que se consigue del contrario, en disputa o lid”.
Por tanto, esta palabra Victoria sugiere: poder, triunfo, ser ganador, ser los primeros…, conceptos que parece no encajan con María.
Porque, miremos esta bella imagen de la Virgen: vemos en Ella: humildad, sencillez, serenidad, paz…
nada que ver con disputa, competición, poder o triunfo.
¿Cómo entonces llamamos Victoria a nuestra Madre?
¿No será que la Victoria de María no tiene nada que ver con lo que el mundo, nosotros, entendemos por Victoria?
La Victoria de María: consiste en la humildad, el amor, el darse a los demás…
Durante su vida, María nunca quiso ser la primera, sino la última, la esclava, la servidora.
La victoria de María es su fe, es su amor y su esperanza.
¿Qué nos dice a nosotros todo esto?
¿Qué ha de significar para nuestra vida que María sea de la Victoria, pero de la victoria de la humildad, el servicio, la caridad?
Ser hermanos y devotos de la Virgen de la Victoria nos obliga a vivir como Ella, buscando la victoria del amor por encima de todo, de la fe transformante y renovadora.
Ser hermanos y devotos de la Virgen de la Victoria nos exige vivir desde la caridad activa y comprometida que María nos enseña con su vida.
El Evangelio siempre nos presenta a María llevando a la práctica lo que significa amor, caridad, servicio; es decir, su vida se mueve solamente por amor a Dios, que se traduce inevitablemente en el amor a los hermanos.
Así, viviendo sólo desde el amor, María se va a convertir, va a llegar a ser verdaderamente en la Virgen de la Victoria.
Y nosotros, podemos compartir esta victoria de María, si:
- pensamos en el otro antes que en nosotros mismos,
- somos capaces de ponernos en la piel del otro y compartir sus sufrimientos, angustias…
- cuando, como María, intentamos hacerlo todo por amor a los hermanos.
Compartimos la victoria de María si, en definitiva, somos capaces de transparentar con nuestras actitudes y nuestra vida, el amor de Dios hacia todos.
San Juan Pablo II dijo: “La victoria llegará por medio de María”: bien descubrimos esto nosotros contemplando a la Virgen de la Victoria.
Antonio Rodríguez Babío (Delegado diocesano de Patrimonio Cultural)
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